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Fragmentos del libro

NOTTI DI NOTE (Noches de notas) de Guido Harari. 

 Ed Rusconi (1985)

 

El libro es una recopilación de fotografías hechas durante su tour "Notti di note" (1985) por Guido Harari y contiene una especie de entrevista informal realizada por el propio Guido a Claudio Baglioni. Habla de todo un poco.
Aquí hay una selección de textos interesantes para todos los que deseamos saber más acerca del Mago.

 

 

(Como curiosidad, tanto esta foto como la que vereis más abajo, está hecha en Florencia a las puertas del "Hotel Baglioni". Evidentemente en la foto no sale la palabra "Hotel" que justo está encima de "Baglioni")

 

Su infancia en la ciudad y en el campo:

 

Fue una infancia vivida en un barrio romano, con dos padres trasladados a Roma desde la Umbría, no pudientes, de la baja burguesía, de origen campesino: con un mundo de eras, de establos, de graneros misteriosos, de lámparas de petróleo cuando llegaba el domingo (entonces no existía el week-end, el sábado se trabajaba) en ómnibus o coche, cuando lo compramos. Un mundo campesino extremadamente lejano y distinto del universo “moderno” de las calles asfaltadas y de las farolas, que me infundía un aire de superioridad puesto que me consideraba más evolucionado que cualquiera de mi edad de allá. Yo en el fondo vivía en la ciudad.

 Esta cita semanal, tras una caminata bajo un fresco cielo azul, los escalofríos del amanecer y un retorno empapado de sueño y olor de calefacción, llevaba consigo la fascinación de la chimenea que no había en nuestra casa de ciudad, de la velada y las charlas, entre botellas de vino y jarras de agua, acerca de las cosechas, de quién se había muerto, nacido o casado.

 Vivía en medio de fantasmas, me creaba yo solo toda una serie de personajes, verdaderamente porque aquel ambiente (el almacén de trajes, los pajares, los senderos del bosque) me lo permitía. Hijo único, crecía solo e inventaba compañeros de viaje ideales: tenía una verdadera necesidad de algo real y sin embargo todo lo que tenía era así de irreal. Más tarde mis modelos, mis ídolos, no fueron en absoluto personajes conocidos de las portadas de periódicos, divos de la TV o del cine. Un poco menos solo, cuando empecé a hacer este trabajo en serio, he mirado más a la gente normal, a las personas de la calle, perfectamente normales.

 Todo esto indudablemente me ha marcado y me ha castigado a la vida de hoy. Esta soledad antigua cada tanto deja sitio a momentos de alegría y liberación, cuando sé que puedo aferrarme a personas que saben “soportarme” y esperarme. Esto me sucede muy a menudo con Paola, por ejemplo, y contigo ahora y con tantos otros amigos. Y por un momento se relaja este vicio aprendido, esta manía de ser creador y víctima de mi vida, de mi obra, de mi modo de mirar las cosas...

 Y después, sólo 100 kms. en 4 horas de carretera de entonces, acostado en el asiento de atrás acariciando un pequeño conejo que dentro de poco sacrificaríamos en el implacable ritual de la cena, se volvía a casa. En la habitación con el sofá-cama, en la terracita desde la cual disparaba a los “indios” transeúntes. Y aquellos prados desde los cuales empezaba poco a poco a despuntar la ciudad.

 Debo decir que no recuerdo mi infancia como un momento particularmente feliz ni siquiera triste, sin duda un momento más despreocupado que el de la adolescencia. Sin embargo siempre he tenido cerca de modo extraordinario a mis padres, a pesar de mi padre, que por la noche entraba en casa con el uniforme de oficial de carabineros y me parecía diferente de los padres de los demás, quizás un poco más distante por culpa del trabajo.

 La trilla para mí, niño de ciudad, era cada vez un misterio y al mismo tiempo un milagro. Con una cierta aprensión, a veces apostado escondido entre los árboles, veía llegar la trilladora, aquella máquina alta, larga, infernal, roja y llena de ruedas, de correas, tentáculos y bocas, tirada por un lento tractor echando humo y pequeño.

 Y así empezaba la “fiesta”. Los hombres alimentaban al monstruo de espigas y de grano, pero él, haciendo un ruido ensordecedor, nunca se quedaba nada y escupía por un lado la paja que otros hombres, en equilibrio asombroso, amontonaban hasta hacer pajares más altos que mi casa de Roma, y por otro lado, como dinero contante y sonante, venía el grano precioso. Las mujeres más jóvenes, con vasos y botellas de vino blanco y tinto, pasaban llevando de beber; las demás, en la cocina desplumaban pollos y atizaban el fuego.

 El grano de los sacos se pesaba (entre un saco y otro me pesaba también yo con mis pocos kilos) y siempre algo caía de grano por el suelo. Y yo lo recogía, grano por grano, y me sentía importante.  Una vez mi tío me hizo contar también los sacos, un trabajo de gran responsabilidad, que de la balanza saltaban sobre las espaldas de los hombres y terminaban en un lugar cubierto y seco. A los 500 quintales y cada 100, se hacía sonar una sirena y en la cumbre del pajar asomaba una bandera roja como testimonio.

 Así también en las otras fincas sabían que aquel año le había ido bien a mi tío y a mí. Entonces yo descansaba allí y bebía un poco de agua, esperando que también el próximo año hiciéramos tantos sacos de grano, pajares más altos y banderitas rojas, venciendo de nuevo en aquella extraña clasificación que me había inventado. También discos y cantantes tienen su clasificación...

 

Su adolescencia:

 

 Hubo un tiempo en el que vestía gerseys negros de cuello alto y era llamado “Agonía”. Era mi sobrenombre y compartía aquellos días con el “Ratón”, el “Zorro”, el “Mastín”, el “Boya” (llamado así porque hacía de fontanero), el “Pelo-bonito”, el Rodolfo “Lavandino”, el “Playboy”, el “Pacífico” y el “Summum”, que hacía pensar en algo excelso, altísimo, grande y sublime, y sin embargo el “Summum” era la abreviatura del “Sumergible”, al que tanto se asemejaba y se parecía el cráneo alargado en horizontal de nuestro amigo. Por el mismo motivo resultó ser en otras ocasiones el “Cigarro” o el “Torpedo”.

 -En “Quante volte” escribes: “ Non avrei voluto essere il primo della classe, non avrei voluto mai portare i primi occhiali”. ¿Fue realmente así?

 CLAUDIO: Yo era de verdad el primero de la clase y en la vida no puedes serlo siempre. No puedes levantar siempre la mano con la respuesta a punto. Tienes necesidad de caer, de pelarte las rodillas y los codos, de ensuciarte.

 -¿Y las gafas? Recuerdo haber leído que en la RCA la primera cosa que te pidieron, antes incluso de escuchar tus canciones, fue ¡quitártelas!

 CLAUDIO: Cuando el óptico me las dio, con regalo de la funda y un trapito para limpiarlas, fue como morir un poco, porque desde aquel día pasaría a ser “¡Cuatro ojos y medio nariz!”. La primera vez que soporté la idea de llevar gafas fue cuando me dio por Ray Charles, con una pasión inesperada y que me trastornó. Sabía poco de él y cuando oí su “Yesterday” comencé a intentar cantar de la misma forma ¡utilizando el handicap de las gafas a mi favor! Pensé que así en el fondo, eligiendo tal vez las gafas más gordas y oscuras, poniéndome un jersey negro, en vez de crear una barrera entre el mundo y yo, me pondría en el centro de atención, encontraría “mi personaje”.

 

Sus inicios en la música:

 

La primera emocionadísima vez que canté recibiendo una paga fue en el año...no recuerdo cuándo, en el cine-teatro Espero (que aquella noche se llamaba ES ERO porque el neón de la P lo habían roto a pedradas), en un espectáculo de grandes atracciones, canciones y números de variedades. Recomendado al jefe cómico gordo con la chaqueta escarlata por el padre de otra cantante, me exhibí tras un mago con palomas y pañuelos, una pareja acrobática que patinaba sobre una mesa redonda, 2 escenitas humorísticas con actrices de lenguaje descarado y raja en la falda, un ballet en traje de baño y una vedette chatona con los pechos al aire y 2 estrellitas de papel plateado que adornaban su conjunto (intenté después, entre bastidores, el no dejar caer la mirada justo allí para no meterla, pensé, ¡en compromiso!). Y delante de un público de militares y de maridos que echaban una cana al aire, acompañado por un piano, un trombón y un violín que entre los 3 no harían 200 años, me gané, orgulloso y contento de mí, las primeras 1500 liras (la otra cantante cobró 6000, pero trabajaba ya desde hacía un año).

 Cuando, era el 1969, sonriendo forzado al fotógrafo, firmé el primer contrato discográfico (verde y escrito con letra tan pequeña que no lo pude leer), hubo uno que dijo: “Mañana lo llevaremos a comprarse una ropa más adecuada para un chico que canta”. Y así, el día después, en la tienda más cara de Roma, con el dinero adelantado a descontar de sus primeros beneficios, me empaquetaron una chaqueta un poco corta, a cuadritos nata y ciruela,  que no iba a juego con los pantalones color vino, pero que a la luz de la boutique parecía que sí, lo juraron el empleado y la discográfica que los había elegido, que eran del mismísimo color ciruela de la chaqueta cortita. Metido dentro del equipo, canté una vez en TV en Nápoles y con algo de vergüenza, hasta que una pariente cercana recicló los pantalones y la chaqueta e hizo, no sé cómo, un traje.

 Yo soy delineante, con todas las angustias que esto me provocó en la época porque me parecía una minusvalía, no un diploma. Hasta tal punto que, para no oir ser llamado “Señor delineante” por la portera, me inscribí en arquitectura, que consideraba titulación sin duda más noble, más prestigiosa que aquella otra que me parecía una letra de cambio caducada. Durante 2 ó 3 años practiqué con convicción este deporte del estudio “noble” y después cedí y me dediqué a la música...si no hubiese habido otra solución, creo que, como alternativa, hubiera acabado siendo arquitecto, sin soñar el construir monumentos o chalets para ricachones, sino más bien casas bonitas para gente normal, casas decorosas y confortables para que la gente pudiese vivir mejor.

 La música estaba ya en la piel, de algún modo me ganaba alguna lira aquí y allá. Saber aporrear en las fiestas me resultó un pasatiempo y un modo de encontrarme un poco más en el centro de la atención general, finalmente con una identidad mía. Todo tomó un cariz más serio cuando comencé a introducirme en el mundo discográfico, un verdadero paraíso comparado con aquello de los festivales y concursos de cantantes, de los pequeños espectáculos de plaza, de los mil intentos, a menudo tragicómicos, hechos hasta entonces.

Entrando por vez primera en la sala de grabación comprendí que mi camino estaba marcado, aunque después le siguieron 2 años de antesala, de pruebas, de rechazos, que rozaron el fracaso. Llegué a informarme de nuevo de cuántos exámenes todavía me quedaban para licenciarme, más por desesperación que por verdadera elección. Después...el milagro de “Questo piccolo grande amore”...

 

Su forma de componer, de escribir música y letra:

 

Siempre he vivido entre imagen y palabra, siempre ha sido mi intento, mi búsqueda: escribir palabras que puedan proyectarse más allá del símbolo gráfico, del valor literal, para resultar algo palpable; las más de las veces para ver, para oler incluso. A menudo mientras escribo, obtengo de las palabras sensaciones olfativas, como...¿sabes cuando tienes hambre? ¡Y todo lo que deseas es sólo un buen filete en el que volcarte! El mío es un deseo de imagen a través de la palabra. En el rebuscar palabras, en el encontrar nuevas, hay casi un retorno a cómo ha nacido el apunte de una canción, a la imagen que lo ha provocado. Mis canciones no nacen nunca en el acto, sobre cualquier hecho que acaba de suceder, sea vivido o soñado. Tengo necesidad de masticar un tiempo, de digerirlo, de olvidar, puesto que sólo lo que aflora a la mente después de años tiene un significado, un valor y merece ser contado. De vez en cuando tomo apuntes, escribo notas, por miedo de que se me escape algo y por miedo de que ese algo mañana me pueda parecer diferente o acabe no viéndolo más.

 Ahora hace un año y medio que no escribo ni una línea. En el momento justo será como reabrir el armario de los recuerdos. Igual sucederá con la música que forma parte de aquel bagaje, de aquella maleta que uno lleva siempre consigo. En realidad la música es siempre la que asume la función estimuladora. Las palabras llegan después, en un segundo momento, como si fuesen un especie de banda sonora de la parte musical. Pero me ha ocurrido también el tener un montón de notas sin ninguna historia que contar.

 Hay momentos en los que me pregunto de qué exigencia nace el deseo de alargar una canción, de amontonar notas de aquella manera particular, de vocalizarlas, de rellenarlas de sonido siguiendo un cierto estilo o criterio. Sea como sea, termino siempre por querer más las que me llegan de lejos, las que he debido buscar más fatigosamente, las encontradas por una mano extendida más allá. Y después, me resulta mucho más fácil escribir música con un cielo borrascoso que con un cielo sereno. Tengo necesidad de una cierta distancia de lo cotidiano del ruido del frigorífico, de los coches, del televisor; en resumen, de una realidad que no deja concentrarte en aquel momento de tensión creativa. 

La música te asoma entre los dedos, te explota en el cerebro, de modo verdaderamente indescifrable y...mágico. Los textos, al contrario, requieren disciplina, una búsqueda obsesiva, una dosis importante de formalismo, de limar hasta los puntos y comas.

 Son raros los momentos en los que me siento feliz mientras escribo. Sólo cuando encuentro la última nota (o la última palabra) me siento finalmente liberado de un peso indecible. Y un folio escrito de palabras es como una cantimplora llena de agua. Por un tiempo no sufrirás ya sed.

 Hace 12 ó 13 años escribía 2 ó 3 canciones al día, mientras que ahora sólo para decidirme a escribir, para superar el disgusto de todo lo que inicialmente me parece feo, inútil, inadecuado, respecto a otras cosas ya escritas, ¡necesito meses, años! Porque, hasta que todo permanece en tu cabeza, es una única grande idea, no contaminada, todavía no reducida a palabra, nota o sonido. Y aún sólo tuya. Y tienes la sensación de que, cuando la humanices para comunicarla a algún otro, perderá esa pureza, esa esencia original.

 

“Questo piccolo grande amore”:

 

Hacer de artista, y no sólo poseer la intuición sino también el justo bagaje de humanidad, significa también ser un ladrón que roba a la realidad sus piezas más íntimas y escondidas, que roba sin embargo en público, para el público. No sé si escribir o hacer de artista sea únicamente soñar o fabricar los sueños o jugar al escondite entre sueño y realidad. Es indudable que un artista tiene la manía de comunicar el sueño apenas ocurrido con cualquier medio y esto me hace venir a la mente la que ha sido mi cruz en los últimos 10 años, que ha hecho que resulte antipático a ciertos críticos.

Me encontraba escribiendo “Questo piccolo grande amore” después de 2 ó 3 años de antecámara discográfica y con la intención de hacer una obra monumental, la última mía, y luego desaparecer. Muchos críticos me alababan por haber ya escrito canciones que se destacaban netamente de las Canzonisssime y de las de Sanremo de entonces, y así que quise intentar un trabajo con intuiciones musicales muy refinadas, un disco, por muchas razones, de todo menos “popular”. En el mismo período fui invitado a un festival internacional en Polonia, con Joan Baez y otras celebridades. Lo vencí y comenzó para mí una aventura atropellada, densísima. Dos tournée de conciertos. La segunda durante más de 2 meses. Viajando, cantando y recogiendo aplausos. Medité incluso quedarme allá, en un país que, más allá de regalarme su melancolía, me había mostrado un romanticismo que no conocía, una comunicativa instantánea que ningún lenguaje habría logrado nunca. Al final me decidí a volver a Italia porque, en el fondo, aquí están mis raíces. Intenté entonces el deseo que me quemaba de contarlo todo a todos, descubriendo con amargura la que es una de las peores soledades del hombre: la de no ser escuchado, más que el no ser comprendido, y yo tenía necesidad de alguien que comprendiese de verdad como aquellos 2 meses en Polonia habían sido para mí como 2 años o 2 siglos. Al contrario, fue como volver de un viaje extraordinario y encontrarse contándolo a quien no ha estado o no logra compartirlo contigo. Todavía no tenía escrito los textos de QPGA y casi quise plantarlo todo allí. Después, en una sola semana, completé el álbum con el lenguaje más simple, más directo posible. Estaba desesperado y era demasiado importante para mí el ser comprendido. Para mis 21 años esto era complicado.

 La primera vez que comprendí que algo había cambiado y que cambiaría durante muchos años mi futuro, fue cuando el hijo del presidente de la RCA (que estimaba mis primeras cosas y yo lo tenía en cuenta, también porque era ¡el hijo del presidente!), después que hube presentado con un éxito enorme e inesperado QPGA a los agentes y gestores de negocios de discos, vino a decirme que no le había gustado para nada. ¡Demasiado comercial! Pensé que también la crítica habría dicho lo mismo. Porque los primeros no te quieren ya cuando resultas de todos, sobre todo de “los últimos”. Escribí, pues, para remediarlo, la que considero mi peor canción, “Caro padrone”, especie de invectiva politizada aún poco sospechosa puesto que estábamos en el 71 y el cantautor-protesta estaba todavía por venir. Una cosa innoble, calcada de esquemas de cierta protesta americana, que debía, al menos era el deseo del discográfico, sustituir QPGA ¡en la cara A del single!

Después, el golpe violento, cuando, al contrario, QPGA resulta un hit de “Alto gradimento”, transmisión radiofónica de enorme éxito en la época. Un día, entrando en la RCA, alguien me soltó nada más verme: “Claudio, ¡has entrado en la clasificación!”, “¿Cómo que he entrado en la clasificación?”, “Sí, ¡estás en segundo lugar!”. Entonces farfullé: “Bien, está bien” y después me desmayé. Cuando llegué al primer puesto pensé: “¡El mío es el disco más vendido en este país!”. Caminaba por la calle y, mirando las casas, decía: “Detrás de aquella ventana hay alguien que quizás me conoce, que sabe que existo”.

 

“I vecchi”:

 

-La estrofa última (“I vecchi, se avessi un’auto da caricarne tanti/ mi piacerebbe un giorno portargli al mare/ arrotolargli i pantaloni e prendermeli in braccio tutti quanti/ sedia sediola...oggi si vola...e attenti a non sudare”) me ha hecho siempre pensar en la excursión desafortunada de Jack Nicholson, “McMurphy”, y su grupo de extravagantes en la película “Alguien voló sobre el nido del cuco”.

 CLAUDIO: ¡Es increíble! Es verdaderamente aquella escena la que me vino a los ojos. ¿Cómo hiciste para entenderlo?

 -No es tanto el paralelo entre “I vecchi” de la canción y los psicópatas de la película, como el gesto rompedor y poético de McMurphy, su tierna rebelión contra la obtusa violencia del reformatorio en el que están recluidos él y sus compañeros, y la imagen de ti que los abrazas a todos, tus viejecitos, lo que me ha emocionado.

 CLAUDIO: La recuerdo como un momento de extraordinaria vitalidad, de gran rebeldía y de estupenda poesía. Cuando se paran en la gasolinera y Nicholson los presenta uno a uno como el profesor tal o el profesor cuál. ¡Qué magnífica burla, qué tierna transgresión! Con “I vecchi”, como en tantas otras ocasiones, me encontré sin un final y no me apetecía cerrar con una moraleja de la historia. Y así llegó, asomándose a mi mente, la escena, mezclada con el recuerdo del pequeño tren hacia Ostia que cogía de muchacho y con la sensación de África y de libertad que sentí lanzado hacia un mar “de ciudad” que no era verdaderamente aquél exótico del Caribe. Como el de los locos de la película, finalmente libres para correr sobre la playa de la fantasía, con los pantalones arremangados y las mejillas rojas.

 

“Uomini persi”:

 

-Alguien escribió que la infancia es el país de la violencia, dejado por pereza y por disciplina. En la canción “Uomini persi” reconduces cada personaje, casi queriendo desvelar la llave de lectura, a su infancia: así el terrorista, el traficante de droga, el vagabundo, el que coloca bombas, el traficante de armas e incluso la pobre víctima.

 CLAUDIO: Desde hace muchos años que me rondaba en la cabeza la idea de escribir una canción sobre este tema, tanto es que había escrito una pequeña historia sobre uno que colocaba bombas y que, con sus delitos, soñaba ganarse un lugar en el paraíso. Es más me zumbaba en los oídos la afirmación de Pavese de que todos, incluso los peores delincuentes, habían sido una vez niños.

Después, un día, bajo casa, un ir y venir continuo de coches de policía, de helicópteros, de sirenas. Un joven parado, en un probable ataque de locura, había entrado en una escuela, había tomado como rehenes a los niños, había disparado a un conserje que se había abalanzado sobre él y se había parapetado. Y todo sucedía en la pantalla del televisor y en el mismo barrio mío, a pocas manzanas, en una escuela delante de la cual normalmente iba a pasear a mis perros.

Comencé a reflexionar en cómo la historia de aquel muchacho estaba cambiando quizás para siempre y hasta qué punto de su vida una vez le pareció todo hermoso, nuevo, para descubrir cosas con avidez, para conocer profundamente, en una especie de espera y prueba del don hermoso de descartar y poseer.

Recogí entonces toda una serie de ideas y de apuntes sobre los hombres perdidos con la sensación amarga de que, en el fondo, pagamos todos algo cuando alguien se aparta de este mundo.

 -En la canción se invoca también la presencia de un padre que venga a expulsar la noche de todos estos hombres perdidos (un papà che caccia via la notte di tutti questi uomini persi). Una confirmación emblemática de la ausencia de una figura paterna, de un modelo positivo en el que inspirarse, de un verdadero punto de referencia colectivo.

 CLAUDIO: Es la sensación de encontrarse desnudos, indefensos, solos, en demasiadas situaciones de la vida, de por lo tanto tener que ponerse corazas que resultan después indiferencia, cinismo, violencia,...

 

Roma:

 

-Roma aparece mucho en las portadas de tus discos, en “La vita è adesso” incluso de forma exagerada. Sin embargo nunca has cantado a Roma como tantos otros ¿qué relación has establecido con esta ciudad?

 CLAUDIO: Es una relación poco clara y nunca concluida. Antes que nada porque de algún modo yo pertenezco a la otra mitad de Roma, no la a Roma típica, bien definida y reconocible: la del centro histórico, del Trastevere, del Monteverde, de los monumentos, de las puestas de sol, de los tejados, del Pincio, del Gianicolo y todo eso; sino a otra, que podría encontrarse entorno a cualquier otra ciudad y que siempre ha sido mía, vivida, olfateada: la única que me ha fascinado siempre, el barrio, la periferia, con aquel modo de vivir suyo “periférico” en todos los sentidos, con aquella aceleración frenética hacia el centro, no sólo de la propia ciudad, sino de todo, de cualquier cosa. Recuerdo que mi madre decía siempre: “Vamos a Roma de compras”, pero nosotros vivíamos en Roma en realidad. Si pudiese de verdad disponer de una máquina ideal del tiempo, me gustaría revivir aquel mundo que comenzaba a nacer después de la guerra, aquél descrito por Pasolini y por tantas películas...

 Este inmenso desierto de gentío, esqueletos de casas en construcción, pozos de agua, paradas de autobús soleadas, niños que se revolcan en el polvo. A veces siento un sutil pesar por no poder ya vivir hoy aquellas sensaciones, aquellas historias, con el fin de recogerlas y comprender algo más de cuando tenía 3 ó 4 años. Pero sería dificilísimo revivir esos momentos porque el barrio ha cambiado colores, sabores; ha resultado más “feo” de lo que era en la época. Ha perdido aquella singular atmósfera “bastarda” de delincuencia y de ternura, de punto de encuentro y de fusión de gente que llega de cualquier parte de Italia.

 Hoy es una especie de segundo centro, privado sin embargo de historia, de lujo, de limpieza, de cultura: es un territorio autosuficiente, sin identidad ya ni rabia, y en ese sentido, mi relación con la ciudad resulta más difícil y ambigua, verdaderamente porque ya no estoy en situación de comprender a esta otra Roma que se ha homogeneizado y ha perdido aquel desafiante estar fuera de juego de los periféricos a la búsqueda del centro.

¡Qué sé yo!  ¿Sabes?  Cuando se intentaba imitar a los que vivían mejor incluso en el vestir, y estaban de moda los famosos trajes color ciruela, que ya aquellos habían abandonado a favor de los primeros gerseys. He aquí que esta tentativa de superación por parte de la gente de barrio se ha amortiguado y se ha perdido esa esencia contradictoria, conmovedora y feroz de la periferia.

 

La política y la religión:

 

Nuestra clase política no ha hecho nada por la música popular, más bien la ha incluso penalizado y sólo cuando tiene deseos de votos, de adhesiones y de consensos, entonces, incluso estos cantantes les son cómodos. Un país que no sabe exportar la propia cultura de todos los días y también la música pop, no ha cumplido enteramente su camino y no deja raices. Yo, con el entusiasmo confuso y un poco ingenuo de mis primeros 20 años, en Polonia hice justo lo contrario. Al final del espectáculo, una mezcla de rock, percusión y guitarras desafinadas, anuncié: “Piesni popularne wloskie” (que quiere decir “canción popular italiana”). Y empecé con ímpetu: “Jorobado el padre, jorobada la madre, jorobada la hija de la hermana,...”

 Políticamente me han etiquetado de todos los colores. Quizás justo porque, a diferencia de tantos colegas, nunca he hecho una elección precis en este o aquel partido hacia el que inclinarme y del cual hacer uso eventualmente. Recuerdo que hace 10 ó 15 años no pasaban ciertos discos míos en la radio sosteniendo que yo era comunista. 3 años después resulté automáticamente de otro color. Así pues, considero que he pertenecido, a mi pesar, a varias formaciones, un poco como un rábano, rojo por fuera y blanco por dentro. Pero todo esto forma parte del juego y encuentro divertido conservar una cierta distancia.

 De pequeño iba con los otros niños a jugar a la parroquia. Y allá rezaba entre el olor de la cera de las velas, de pie, de rodillas, el misterio del cuerpo de Cristo y atento a no romper la hostia, el miedo del infierno, las campanas y los silencios de los bancos. Después la clase de catecismo y las huchas para las misiones, las misas cantadas.

 Luego...el abandono del frío de los mármoles, el gran rechazo de los hábitos negros y violeta, de la Pasión, del Via Crucis, de los sepulcros y un deseo de alegría, de despreocupación, de profano casi.

 Volver ahora a hablar de aquel tiempo no es fácil y se arriesga uno a confundir religión con el deseo de religiosidad ...creer en Dios o sorprenderse alguna vez rezando cuando uno se siente más cansado o perdido...

 

Paola:

 

-Mirando las notas de la portada de “La vita è adesso” ha sido compuesto el disco con Paola Massari. ¿Cuál ha sido realmente su aportación artística y humana?

 CLAUDIO: Ha sido hecho de talento, de intuición, de compañía y de amor. Desde el 73. “La vita è adesso” no es un disco compuesto a 4 manos y 2 mentes. Es, sin embargo, vivido muy juntos como un trabajo de los dos. Más que compuesto, se puede decir que ha sido “puesto en el sitio” con Paola. El suyo es un papel de confianza, no de dependencia familiar. Sus juicios no son infalibles, pero tienen el don de ser escuchados y yo tengo necesidad siempre de opiniones preciosas y francas, sugerencias dichas con gran verdad, incluso dolorosas. Demasiada gente a mi alrededor expresa juicios y por el sólo hecho de dirigirse a un personaje de éxito tienden a ser favorables, solidarios con mi posición, tal vez por el temor de ser “descartados”. Cuanto más éxito tienes y más dura ese éxito, resulta más un problema. Por no decir de quien te quiere hacer daño yendo contracorriente, disparando juicios absolutamente contrarios sólo para mostrar un fingido ánimo.

 -¿Logras rechazar a los colaboradores “sospechosos”?

 CLAUDIO: Es una especie, no de intuición, sino de...carácter. ¿Sabes lo que es? Es que yo vivo con un perenne sentimiento de culpa. Mi primer festival lo hice en el ’64, tenía 13 años. Ahora tengo 34. Así pues, hace 21 años que hago este trabajo y no es poco. Esta ascensión ha sido muy fatigosa porque comencé de la nada, cosa que ahora sería impensable puesto que el disco no es ya un punto de llegada, sino de partida. De todos modos, yo me siento un privilegiado y cada tanto tengo un enorme sentimiento de culpa...pero ¿yo me merezco lo que tengo?

 Es inútil negar que para un personaje público hay ventajas. En ese sentido cualquier colaboración me da disgusto, sé que no debo aprovecharme demasiado de la colaboración de nadie. Paola, no siendo de mi mismo trabajo, no tiene ese sentido de culpa y por tanto está en grado de “saber” realmente, de reconocer un cierto comportamiento.

 -¿Cómo nació vuestra colaboración?

 CLAUDIO: Un año después de conocernos, cuando realizaba “Questo piccolo grande amore”. En el ámbito de aquel trabajo había escrito un dueto musical entre el protagonista (yo) y la protagonista. En este deseo de hacer un disco diferente, de idea original, me había convencido de que la persona que debería cantar este duetto conmigo (el título es “Battibecco”-Discusión-) no debía ser una cantante profesional. Durante 2 ó 3 semanas probamos todo tipo de cantantes, pero cantaban tan bien, demasiado...¡mal para aquella parte! Así, un poco por juego, le dije que viniese, con todo el embarazo de llevarla delante del micrófono después de haber cometido la estupidez de decirle: “¿Sabes? Nos hace falta una chica que ¡no sepa cantar bien!”. Desde entonces Paola entró en este mundo musical y en mi trabajo.

 

Sus amigos de niño:

 

Es gracioso, de vez en cuando me encuentro cara a cara con el pasado, como mi mar de pequeñito que duraba 15 días. Hijo de un carabinero, como casi todos mis compañeros, hijos de carabineros también ellos, amigos de “autobús”; el autobús que nos llevaba, en las horas más calurosas, a pelarnos la espalda, para después regresar en las horas mejores.

 Una vez mayores, muchos de ellos han seguido la carrera del padre y a menudo me ocurre el encontrarme con un capitán o coronel que, hablándome de tú, me lanza el típico: “¿Te acuerdas?”. Quizás han venido a cuidar del servicio de orden del concierto. Son momentos en los que me siento un poco ridículo en medio de estas personas serias, me parece ser el juglar que salta sobre el escenario. Ellos se han hecho mayores y a mí me parece ser todavía un muchachito.

 Cada nuevo encuentro con quien no ves desde hace tiempo y con quien has tenido una relación muy intensa es de algún modo penoso: 2 vidas ya demasiado diferentes, esa dificultad de comunicación, el no saber bien qué decir, ese “debemos vernos de nuevo” que suena como una mentira aplazada, un tomar tiempo, y que te provoca una masacre interior. Quisieras realmente vivir con todos, hablar siempre, quisiera tener tanto tiempo que no acabara nunca. Y además con el embarazo de que tú eres el personaje famoso, público, “importante” y te sientes todavía más mal cuando un amigo, dándote una palmadita en la espalda, te “mata” diciéndote: “¿Sabes? Te he seguido a través de los periódicos”. Te sientes entonces como un fugitivo.

 En Cagliari, justo este año, al inicio del tour, he vuelto a ver a Adriano, a quien debo el hecho de ser un cantante...Vivíamos los 2 en el mismo edificio en el barrio de Centocelle. Éramos muy amigos, pero también 2 eternos rivales. Organizaron un festival de voces nuevas en la parroquia y él se inscribió sin decirme nada. No sé cómo me enteré de la cosa y, para no ser menos, me apunté también yo. Él después se retiró por quién sabe qué motivo, pero yo me quedé y el año después, con ya algunos meses de lecciones de guitarra a las espaldas, logré vencer.

 Comenzaba la era de los conjuntos y en el mismo barrio había 2 ó 3 con formaciones bastante conseguidas. Un grupo rival se jactaba de tener un violinista, limitadísimo, que sabía tocar solamente “Bang bang”, pero ¿qué otra cosa podía hacer con un violín en un conjunto beat?. Nosotros durante poco tiempo tuvimos un acordeonista, de teclistas ni hablar, y luego toda una cadena de guitarristas, porque tocaban todos la guitarra. Recuerdo que una vez, en el balcón de mi casa, nos alineamos todos, 7 guitarras clásicas, y...¡como los Beatles! Ninguno quería tocar el bajo (¿Y quién lo tenía?), pero no importaba porque el bajo no se oía nunca. Le hacías sonar 2 cuerdas a la guitarra y todos pegados, entre un lío de cables, al mismo amplificador. ¡Así las chicas te miraban ¿sabes? subiendo al autobús con las guitarras sin funda y la batería! Y después, cuando se entraba en una tienda de instrumentos, parecía que ibas a comprarte el traje nuevo con toda la familia. Íbamos todos juntos, mirábamos y cada uno era como especialista de este o aquel sector.

 El apoyo de mis padres siempre lo tuve. A veces han estado más convencidos que yo. A los primeros festivales iban los padres a aplaudir. Te parecía cada vez que participabas en el festival de Eurovisión, pero había cosas infames, con toda clase de chanchullos por detrás, como los que te decían al oído: “El dinero aquí y le hacemos grabar un disco”. Pero no cedimos nunca. Sin embargo, a veces comentábamos: “Si hubiésemos dado algo...”

 

Sus famosas gafas negras:

 

-¿Ahora no tienes necesidad de gafas negras para crearte un personaje, para encontrarte en el centro de atención, para conquistar un sitio bajo el sol? ¿Y si de repente te volvieses normal, de forma que caminases de nuevo tranquilamente por las calles de este mundo?

 CLAUDIO: Por un lado sentiría haber cerrado una especie de viaje: un viaje emprendido a la búsqueda de una “normalidad” a través de un trabajo tremendamente “anormal”, con sentimientos de culpa y mil embarazos por todo lo que he dejado atrás, y las inquietudes, las expectativas que queman, de lo que está por venir. Pero no he querido nunca un final de viaje como el que me ocurre cuando sueño que estoy sobre un columpio y de repente tengo la sensación, como un vacío en el estómago, de haber caido y despertarme. No creo que exista la normalidad en sentido absoluto: es un sentimiento privado, una relación personalísima con ti mismo; es una mezcla de tantas situaciones de vida como la libertad, la duda, el hablar con uno, el estar callado con otro o poderles decir todo lo que piensas, lo que haces, también tus probables no-normalidades. Es el sentirte de todos modos bastante igual a ti mismo, a aquel ti mismo que está en el espejo, con el cual te mides continuamente, que no debe cambiar sólo porque hay otro, porque hay un nuevo encuentro. Aunque el “ti mismo” no se sabe bien lo que es: cambia, se modifica en muchísimas ocasiones. Pero está ahí siempre muy cerca (con tal vez muchos esfuerzos porque éste es un ambiente que exige de un artista comportamientos extravagantes que justifiquen tal título).

 Yo en verdad durante años...he sido visto como un personaje de una pieza, tranquilizador, de buenos sentimientos, “normal”,...no es un traje que se lleva fácilmente, sobre todo cuando descubres que te han pedido otras “referencias”, las de “genio y desorden”, con las que justificar tu papel de artista. Entonces la dificultad está en el proceso inverso, en buscar estar constantemente al lado, emotivamente al lado, amigablemente al lado, afectuosamente al lado de tus cosas, de tu forma de expresarte, de soportar incluso con stress, esta condición de vida “anormal”. Y probablemente, hasta un cierto punto, de aceptar también el descender del tranvía. O del columpio de tus sueños.

 Creo que mi deseo de no confundirme, de ser querido, de querer, de ser considerado y oido, sería idéntico al de “antes”. Volvería de repente a ponerme las gafas, sintiéndome de nuevo fragilísimo, exactamente como me sucede al final de una tournée. Me es mucho más fácil dar vueltas por la calle cuando estoy de gira o mi disco está en la clasificación, que cuando se vuelve un poquito a la sombra y se pierde el propio papel. Un poco como ciertos soldados que, una vez han vuelto a casa, viven días de angustia y de inseguridad sobre su verdadera identidad y sobre su papel en el interior de la sociedad en la que han vuelto a entrar.

A mí a veces me resulta más fácil hacer un espectáculo delante de muchísima gente que encontrarme de frente a una sola persona y entonces ¡sí que me pongo las gafas negras!. No por el fastidio de ser reconocido, sino por la dificultad del diálogo uno-a-uno, aún sabiendo mantener un diálogo uno-a-cuarenta mil. Esto sucede no obstante sólo cuando se produce la primera frenada, el primer regreso a casa y el bajar un poco las persianas, habituando los ojos a luces más débiles. Es un regreso definitivo, dar un portazo y cerrar la puerta para siempre.

Pero para los “para siempre” hay todavía tiempo.

Y entonces, en este punto, prefiero pensar que “esta pequeña historia” puede continuar.

Aunque no sea más que por el deseo de ver cómo terminará.

 

 

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